¿Porqué nos indignamos?

¿Porqué cantamos? era la pregunta que iniciaba un bello poema del uruguayo Mario Benedetti y cuya lectura fue uno de los tantos bálsamos espirituales que sostuviera la lucha ciudadana en los oscuros años del pasado. Los cambios operados en nuestro país desde entonces, en un sentido distinto al de nuestras aspiraciones, nos obligaría a plantear una interpelación diferente, debido a las revelaciones que denuncian las distintas formas de corrupción en el ámbito oficial, en cualquiera de sus estamentos.

Deberíamos hacerlo porque mientras se acrecienta entre nosotros, la sensación de que los ideales de antaño han sido traicionados; de que ESTAFA y FRAUDE son las calificaciones más apropiadas para el accionar de quienes prometieron “cambios”, “destapar las ollas de la corrupción”, “llevar los ladrones a Tacumbú” o señalar “nuevas rumbos” con “formas distintas de hacer política”, aquel bello clamor poético debería convertirse hoy en una vigorosa voz que explique:

¿PORQUÉ NOS INDIGNAMOS?

Nos indignamos porque los tiempos oscuros han vuelto o -más parece- no nos han abandonado nunca. Nos indignamos porque nos damos cuenta que el enemigo sigue aquí, entre nosotros. Que ya no tiene la fisonomía del “único líder” ni se presenta de las maneras de antaño, sino busca hacerse irreconocible con un entramado de instituciones que se controlan unas a otras, que distribuyen cargos según los favores recibidos o los negocios en oferta, que engordan sus planillas de funcionarios con operadores políticos, amantes, parientes o asesores de distinto pelaje. El enemigo es el de siempre pero más peligroso hoy, porque se esconde bajo el ropaje de mecanismos democráticos que nos obligan a participar de sus rituales con listas sábanas consagrando a los mismos de siempre. O a nuevos líderes que se someten a la mecánica mediocridad de un Parlamento que por más atribuciones que se asigne, sólo hace uso de ellas para pellizcar algún poder de manera a continuar con la fiesta sin tantos contratiempos. O peor, para que algunos de sus miembros publicite su actuación de manera a asegurar su próxima aparición en las listas de votos.

Nos indignamos porque la Independencia de los Poderes no existe. Que si el Dictador de antes imponía sus “reglas”, las de ahora se negocian, se cuotean o se canjean de acuerdo a los intereses de cada interna, de cada grupo y sólo a veces, de cada partido político.

Nos indignamos porque el Sistema hizo hoy posible lo que ni Stroessner pudo: la desaparición de las entidades partidarias como factores de reflexión y fuentes creadoras de políticas de Estado. Porque remitió el liderazgo a la confrontación de ismos detrás de un apellido. Sin más ideas que el intercambio aleve de apoyos por “espacios de poder”, eufemismo que se concreta en recursos para financiar ONG’s, Consejos inútiles o instituciones pobladas de planilleros pero que no cuentan con fondos para la cobertura de compatriotas desfavorecidos por los cambios climáticos; o para algún proyecto proveniente de sectores igualmente postergados, llámense éstos cultura o producción agropecuaria.

Nos indignamos porque algunos justifican lo inexcusable con la cantinela de que “en todos los países hay corrupción”. Probablemente es cierto pero sucede que aquí no se la castiga, porque los que debieran hacerlo serían los primeros en ocupar el banquillo de los acusados. Y porque en las cárceles no habría lugar para tantos; pues ya están sobrepobladas hoy, por presos con o sin condena. Con culpas o sin ellas.

Nos indignamos porque si los vicios de antes tenían el exclusivo sello -y rostro- del Dictador; los de ahora, se presentan con maquillajes diferentes. Algunos de estos parecen disfraces que replican facciones conocidas: las de aquellos que conducían las movilizaciones estudiantiles, que editaban diarios o publicaban panfletos que denunciaban los vicios de la dictadura. De los que se convirtieron en asiduos residentes de las prisiones del régimen por su actitud de inclaudicable rebeldía. De personas que admirábamos, que intentábamos emular y que hoy, bajo esas caretas, no son sino la palpable demostración de lo que puede la ambición escondida entre los pliegues del poder. Del triste espectáculo, no de la decadencia física sino de la claudicación moral. De quienes creen que la dignidad también puede ser disimulada con cirugías o pastillas vigorizantes. De gente que por el estirar la piel no se dio cuenta que ya hace rato se le ha arrugado el corazón y el sentido de responsabilidad que los verdaderos líderes se llevan a la tumba.

Bien vale entonces el recuerdo de aquella pregunta de Benedetti, para replantearla hoy de manera que suene alta y firme. Y para que también y a tono con el poeta oriental, resuene en todos los ámbitos de la República, la respuesta correspondiente.

Nos indignamos:

“…porque no podemos ni queremos que la indignación se haga ceniza”.

 

 

Por Jorge Rubiani.

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